Por estos días, las grandes certezas que hasta hace poco sostenían a buena parte de la humanidad, van en franca retirada. La organización de la vida, desde los preceptos de la modernidad, ha generado una crisis de tal magnitud que ha puesto en jaque la continuidad de la vida humana en el planeta.
El mercado, como ente articulador de las relaciones entre seres humanos y entre seres humanos y naturaleza ha comenzado a ser interrogado desde un escepticismo basado en evidencias de desigualdad, dolor y muerte, activando cuestionamientos de diverso calibre en distintos frentes: epistémicos, políticos, económicos y ecológicos, entre muchos otros.
Las incertidumbres ante un escenario futuro sin referentes evidentes para las ciudadanías mundiales, están motivando preguntas fundantes que el mismo modelo de desarrollo global insiste en silenciar bajo su “estratégica” hegemonía. ¿Es posible converger en formas de conocimiento y de intervención en el mundo que no se basen en la explotación y la dominación? ¿Es posible asumir una relación de reciprocidad con la naturaleza en nuestros caminos de sobrevivencia? ¿Es posible convivir de manera respetuosa desde la diversidad ecológica y cultural que nos constituye?
La existencia humana como especie posee más 200.000 años. En este itinerario milenario, los mecanismos de adaptación a la diversidad de paisajes, ecosistemas y lugares a lo largo y ancho del mundo han sido posibles gracias a la diversidad de formas de vida humanas que allí han surgido y que se han alimentado de esta misma heterogeneidad. En esas experiencias se han acumulado conocimientos, saberes y haceres que sustentan lógicas de relaciones basadas en la reciprocidad, la complementariedad, la espiritualidad y el respeto, y que hoy conforman parte del paisaje de la marginalización de las minorías. Las huertas, por ejemplo, concebidas desde las miradas campesinas e indígenas como espacios para la renovación de la vida, donde se genera “una crianza recíproca entre humanos y plantas”1, y en el cual las mujeres se conectan con el arte agrícola a partir de creaciones anónimas representadas por las semillas y sus infinitas variedades, toman total distancia de la concepción de la agricultura moderna, donde la producción de alimentos se significa como un acto netamente económico.
Habitar el planeta de manera respetuosa entre sus distintas manifestaciones de vida, nutridas en el tiempo por la riqueza de la diversidad biológica y cultural que constituye nuestro planeta, y su simbiosis permanente, implica reconocer que lo que hoy somos es gracias al legado y las herencias que nos han brindado por siglos los pueblos originarios y tod@s aquell@s quienes han sostenido la vida en sus territorios, pese a las discriminaciones, violencias e injusticias sufridas producto de la imposición de visiones de mundo hegemónicas que buscan anular esta riqueza y diversidad. Dejamos entonces planteada la interrogante ¿Es posible abrirnos al reconocimiento real de estas herencias? Esto implica deshacernos de una lógica cientificista con pretensiones universalistas, y efectivamente validar este acervo como un aporte que nos nutrirá en el proceso actual de reorientación de nuestra existencia hacia un mejor vivir para tod@s.