De pronto una tarde la mar comienza a rugir. Quien se encuentra en el campo recibe el mensaje y se prepara. Días después algo parece caer en el Pacífico desde el cielo; es una constelación que, en su forma poética de “papas amontonadas”, advierte una temporada de lluvias. En la ciudad, la cabeza de la familia exclama a sus hijos “¡la ropa!” y estos corren y rápidamente la descuelgan. En el campo, ya hay alimento suficiente para pasar las lluvias y las heladas alrededor del fogón. Ciertamente, el ejercicio de la observación es magia. La naturaleza proporciona señales que, bien interpretadas, nos permiten tomar decisiones prudentes para organizar mejor los días.
Colores, aromas y movimientos se reconocen en este majestuoso ciclo invernal que regresa siempre para recordarnos la necesidad de la reflexión y el autocuidado. El cuerpo precisa descanso, como la tierra, habitarse lejos de la concepción tradicional del tiempo, que en cada segundo (universalmente aceptada como la “unidad mínima”) nos apresura y modifica nuestro ritmo vital. Este descanso enunciado nos habla de pausas, no de estancamiento; implica volcarse hacia el interior, centrarse en la semilla que, posteriormente, en primavera se mostrará al exterior a través de su florecimiento.
Gestar y cuidar son los verbos de este solsticio de invierno. También alimentar la memoria a través del relato. Abrigar a la familia como enjambre en su colmena. Valorar aún más la luz que el sol brinda por las mañanas. Renacer como la raíz purificada.