La entrada del otoño nos recuerda el valor de las semillas, pues así como las copas de los árboles reducen su densidad para distribuir de mejor manera su energía durante la temporada, la tierra ofrenda sus frutos mientras se prepara para descansar.
Hoy, nuevamente nos preocupa el futuro de los más importantes elementos generadores de vida: agua, tierra y aire que se interconectan mágicamente en busca del equilibrio fundamental para la existencia de la vida en el planeta.
Los incendios forestales, que afectaron a gran parte de la zona centro-sur de Chile, nos abre una herida histórica respecto al ecocidio perpetrado a los ecosistemas desde la colonia hasta la fecha, pero también nos incitan a persistir en la búsqueda de estrategias colectivas que se encaminen hacia la restauración de la tierra y sus paisajes, teniendo como base la memoria de sus habitantes.
Entendemos que la erosión y desertificación no son sino consecuencia de prácticas humanas alejadas de las pautas culturales locales, muchas de ellas estimuladas por intereses corporativos que desdibujan los fundamentos primarios de la vida y su biodiversidad. A su vez, tenemos la seguridad de que es en los entramados del saber ancestral campesino donde aún descansan destellos de una armónica relación entre sociedad y naturaleza, y hoy pueden abrir paso a nuevos horizontes desde un diálogo respetuoso con otros sistemas de conocimiento.
El otoño, en toda su magnificencia, nos invita a hacer una pausa y conectar con la respiración profunda, a observar la Tierra y a percibir su transformación. Colores, aromas y texturas que nos regalan el impulso para pensarnos en comunidad desde un presente más humano y en sintonía con sus ciclos.